El Tótem [featured in Revista Ataraxia]
Hay una tristeza que sólo las farolas después de la media noche pueden expresar. Iluminan el camino de los solitarios sin rumbo, los mendigos, las putas que no encontraron jale, y los borrachos que tienen más penas que cosas que celebrar. Entonces cuando la gente dice que tú eres luz, yo sé, porque te conozco a fondo y más que la cara agradable que tienes con todos, que no eres la luz del sol, cobija de los pobres, sino de las farolas.
El día que tocaron a mi puerta diciéndome lo que había sucedido no puedo decir que estaba sorprendido. Mi tristeza sobrepasaba cualquier emoción de desconcierto. Además, aquella idea había cruzado mi mente un par de ocasiones. Una por ti y una por mí. Me dijeron que terminaste colgado de los ductos que adornan el techo del loft donde trabajabas. De ti colgaba el pendiente que compramos en la nación Haida en la Columbia Británica. Estoy seguro que si estuvieras a mi lado y contáramos las historias de aquel viaje, coincidirías conmigo en que fue uno de los mejores que hicimos. No hubo tiempo de pararme a reflexionar. Tu hermano, que en ese momento esperaba a la salida de mi puerta, me dijo que tu cuerpo iba rumbo a una casa funeraria donde pasarías los siguientes dos días. Cuando tocaron a mi puerta eran las nueve de la mañana en un sábado, y sabes que ese día me permito dormir horas extra, por lo cual a la puerta atendí con media pijama y una visible modorra en la cara. Corrí al dormitorio y tomé mi par de jeans de la silla y una playera de la cajonera. Era vieja a triple mezcla, tan vieja que aún no recuerdo si era tuya o mía, o mía y tuya. Al encontrarme a tu hermano en el pasillo lo noté más abatido que antes, como si la realización de uno o varios hechos hubieran caído sobre sus hombros y conciencia. Y me miró con aquellos ojos que no quieren derramar ni una lagrima y casi desorbitan en color rojo gazpacho. Y yo me contuve porque no quería terminar hombro a hombro en el medio del pasillo por medio a agotar todas mis lágrimas.
Cuando llegué a la funeraria evité las miradas de todos los presentes —aún pocos con lo inesperada de la noticia— y me senté en un rincón frente a la puerta de la sala donde tu cuerpo aún no llegaba. No vi a tus padres con mi periférica pero estoy seguro que ellos me vieron. Y tu hermano volvió a acercarse a mí para darme una taza de café en un vaso térmico. Pasó una hora de mi llegada cuando entraste en una caja de madera de nogal. Fue ahí donde vi a tus padres pasando frente a mí con resignación, seguidos por muchos otros que nunca había visto. Dejé que dolieran a solas y en compañía, pero no la mía. Después de un largo meditar entré a la sala para ver tu cuerpo porque ahí mismo, frente a mí, ya no estabas tú. Te fundieron en un traje azul negruzco con corbata perlada y te vi sereno con los ojos cerrados y la mueca complacida. Sin haberme percatado de su presencia a mi lado, tu hermano me entregó el pendiente de madera coloreada que alguna vez usaste en el cuello. Aquel que compramos en Reina Carlota.
Recordé el momento en que viste aquel letrero para saber tu animal espiritual. A rastras me convenciste a acompañarte y en mi reticencia la mujer nos ofreció dos por el precio de uno. Vio la palma de tus manos, tocó tus sienes y sintió tu corazón. Te convenció con unos cuantos argumentos, hechos perceptibles en tu persona, mientras sonreías emocionado. Después me dijiste que estabas concentrado en buscar al animal correcto para llevarlo contigo siempre. La Naturaleza estaba ahí presente y se mostró ante la mujer como una mariposa. Y en cuanto supiste que aquel insecto era el tuyo, me miraste riendo y hasta cierto punto resignado porque siempre odiaste la entomología y no había manera en el mundo que empezaras a coleccionar diferentes variedades en alfileres. Después fue mi turno, tanteó mi cuerpo y mis movimientos, me dijo algunos argumentos, hechos seguro perceptibles en mi persona, y la Naturaleza se mostró como un elefante. Nunca entendí el porqué de nuestros espíritus, pero inmediatamente tú pediste un tótem de mariposa y elefante que el hábil tallador pintó en jade, majorelle, marfil, y carmesí.
Moví los ojos hacia mi hombro, como saliendo de un trance, donde estaba la mano de tu hermano presionando para dar consuelo. Volví a mirarte y no pude hacer más que inclinarme hacia tu cuerpo y dejar que mis lágrimas brotaran silenciosas, que de un momento a otro se escuchaban pegando contra el cristal que yo limpiaba con servilletas de papel.
Regresé a casa después de varias horas con la promesa de volver al día siguiente para la ceremonia oficial. Me vi frente al espejo y puse el pendiente, que seguía brillante en su color e intacto en su forma, alrededor de mi cuello. El tótem, espíritu o animal natural y mítico con el que se tiene una fuerte conexión mientras vivimos nos permite ser perspicaces y tener un entendimiento más claro de nuestras circunstancias, funciona como pilar, y nos guía por el camino indicado. Y ahí frente a mí, reflejado en el espejo, me sentí desorientado y falto de palabras. Y al final, cuando el sueño me venció, dormí más de doce horas sosteniendo nuestro tótem… sosteniéndonos.
Llegué a la ceremonia cuando comenzaba, y terminé sentado en la parte posterior donde, aún temprano, estoy seguro hubiera terminado. Después de muchas alegorías y rituales, se invitó a tu familia a decir unas palabras. Y cuando tus padres pasaron al frente para hablar de tu recuerdo, lo hicieron en tiempo presente, porque ni aún con la muerte, pudieron respetar tus decisiones y hablar de ti en pasado. Lo hicieron firmemente y refiriéndose a los muchos logros que nunca te importaron, durante tu panegírico. Mantuvieron sus falsas creencias y me miraron de frente mientras aventuraban lo que hubiera sido tu vida.
Que nunca quepa duda que fuiste luz. Y que tu espíritu no merecía mantenerse en este mundo, sino en uno mucho mejor. En tu transición, vulnerabilidad, y resurrección, he comprendido y me he resignado. Ahora que te has convertido en mi tótem.
Dang ga dii k'uuga ga.
Text by Alberto Lizárraga